Este libro es un jarro de agua fría. ¿Para quién?
Para los que siguen pensando que los años 60 y 70 del siglo pasado (mayo francés,
Panteras Negras, hippies, activismo político monotemático, antifranquismo,
manifestaciones contra la guerra de Vietnam, movimientos sociales
especializados, feminismos del odio, etc.) fueron “revolucionarios”.
Lo es porque refuta de manera concluyente, con buen
acopio de datos y testimonios, que la “radicalidad” y la contracultura de los
sesenta (“la década prodigiosa” para los cursis de izquierdas) fue una creación
de las agencias de publicidad y los expertos en gestión empresarial, esto es, una
mera adecuación del capitalismo a las nuevas condiciones.
Su núcleo argumental es simple: la industria
publicitaria norteamericana elaboró y
difundió las nuevas ideas que sirvieron a continuación a los movimientos
“radicales” para escenificar sus supuestas acciones contra el sistema.
Es sabido desde hace mucho que fue la gran prensa de
EEUU la que creó a los hippies, para ofrecer una válvula de escape inofensiva,
centrada en lo externo, lo super-simple[1] y
lo formal, al desasosiego juvenil. Hay libros que estudian con rigor el asunto
y no merece la pena insistir en ello, sólo recordarlo para que lo tengan en
cuenta quienes, pudiendo por su edad ser nietos de los hippies, manifiestan tan
escasa creatividad personal que imitan servilmente hoy a quienes en su tiempo
fueron un vulgar montaje de los poderes mediáticos del gran capital.
Frank va mostrando cómo las agencias y los
departamentos de publicidad comercial de las grandes compañías capitalistas
fueron creando el inconformismo, el juvenilismo, la mentalidad anticonvencional
y transgresora, los estilos de vida “alternativos” y el rechazo de las reglas,
el feminismo androfóbico, las ideas sobre lo “natural”, lo “sincero” y lo
“auténtico”, la transexualidad, el desprecio por la tradición (a la que se equiparó
sin más con la reacción) y el pasado, el ansia de llamar la atención a toda
costa y la necesidad de tener pintas “extrañas”, la irreverencia y demás
particularidades de la contracultura, los hippies y la pseudo-radicalidad
política de esos años, mitificados por muchos de manera absurda.
Advierte que aquellas entidades capitalistas
actuaron como dictadores culturales
respecto a un público dócil y pasivo, que se limitaba a vestirse, hablar,
actuar y, sobre todo, consumir, como se le ordenaba, con la creencia además de
que con ello estaba “haciendo la revolución”.
El propósito de todo eso fue realizar una ruptura
con las generaciones precedentes a fin de que las nuevas se dotaran de la
mentalidad propia de la sociedad de consumo, transformándose en una gran horda
de ávidos devoradores de bienes y servicios. Esa “radicalidad” tenía una meta:
crear el buen consumidor y la buena consumidora, y eso era todo. Un comentario
esclarecedor del autor es que ya en 1967 el
rebelde se había convertido en un dechado de virtudes consumistas. En
efecto.
Para sonrojo, esperemos, de quienes aún siguen
creyendo en aquellos lúgubres mitos prefabricados, el libro cita a la revista GQ,
que pasó de ser una guía para empresarios a la
defensora ardiente de la contracultura. En sus páginas se promovían las
modas extravagantes, el activismo político, el consumo de marihuana, la música
rock, la gran marcha contra el Pentágono de 1967 y otros eventos no menos
“revolucionarios”, de los que iba a salir, se suponía, la nueva conciencia.
Fastuoso es el título del capítulo once, “El
inconformismo, el estilo oficial del capitalismo”. Todo ello era necesario, como señaló una famosa consultora de
mercadotecnia de la época, para crear una
generación de superconsumidores, la que actualmente disfruta de una
jubilación durada, quizá no por mucho tiempo, dado el abismo de desintegración
económica, espiritual y social en que está entrando Occidente.
Advierte que el consumidor y consumidora de pro
tienen que estar dominados por lo que Frank denomina un “exagerado hedonismo”, que fue promovido a gran escala por la
industria de la publicidad. Pues bien, la izquierda, la progresía y el gueto
político siguen, ¡todavía! perorando sobre que las ideas de placer y goce son
“anticapitalistas”…
El lado débil del libro es la visión simplista que
ofrece sobre lo que es consumir, equiparado a un gastar superfluamente, o
derrochar, cuando es todo un estilo de vida, una manera de concebir el mundo,
un depender por completo de las cosas, una pérdida de la dimensión espiritual
de la vida humana y una renuncia a la noción misma de transformación integral
del orden constituido, a la revolución.
No menos desacertado es el enfoque especializado con
que está realizada la obra, por lo que no tiene en cuenta las metas políticas que el sistema de dominación
perseguía, que son coincidentes con las económicas pero que tienen un estatuto
y categoría superior a éstas. La publicidad comercial, todo ella, es, en primer
lugar, adoctrinamiento político, y de esa manera debe estudiarse, lo que no
hace el texto. Al ignorar las necesidades políticas fundamentales del Estado en
EEUU en ese tiempo, incurre en un error descomunal. Por ejemplo, ¿cómo separar
a uno de los grandes iconos de la contracultural, el Partido Panteras Negras,
de las necesidades del ejército de EEUU, de los proyectos del Pentágono para
reclutar a la gente negra como soldados llevando adelante campañas muy fuertes
contra el racismo anti-negro?
Además, cita frases esclarecedoras del ideólogo
hippy por excelencia, Jerry Rubin, pero ignora casi todos los componentes
negativos, e incluso letales, que el hipismo introdujo en la conciencia
popular. Uno de ellos estuvo referido al proyecto contracultural para degradar
y cosificar a las mujeres, con la moda hippy que las desexualiza y deserotiza,
dejándolas aptas para ser nada más que mano de obra clónica y robotizada,
humillándolas al forzarlas a vestirse de un modo que sus atributos físicos
desaparecen, supuestamente para no ser “mujeres objeto”, esto es, para privarlas
de su condición de seres humanos mujeres. El movimiento punk denunció, con toda
razón, esa atrocidad del hipismo, pero ahora hemos vuelto a las andadas, con la
moda neo-hippy, que reduce a las féminas a meras cosas más o menos
desagradables de ver.
Lo cierto es que el proyecto de revolución integral
ha de romper con la herencia funesta de los años 60 y 70, con su falso
radicalismo, con su pro-capitalismo. Y el libro comentado ayuda a ello, al
señalar que fue la publicidad comercial la que formó y difundió todas esas
ideas pseudo-revolucionarias. Esperemos que sirva de algo.
[1] Leyendo, P. Rimbaud, El último de los hippies. Un romance histérico, se siente uno alarmado. La causa es que la esencia de la personalidad hippie, bien retratada en ese texto, es la completa renuncia a pensar y el desdén más rotundo por la verdad, para refugiarse en una suma de dogmatismos y creencias prefabricadas que se caracterizan por su simplismo extremo y superficialidad sin paliativos. Si los medios de comunicación pudieron inducir a cientos de miles de personas a tan asombrosa negativa a usar de la propia inteligencia es porque poseen un poder que les permite lograr cualquier meta que se propongan, lo que es una pesadilla… y una amenaza gravísima.
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