Friedrich Schiller
Conferencia leída el 30 de julio de 2010
en la sede del Movimiento Cultural Cristiano
"Al referirnos al significado
del concepto de cultura no podemos dejar de señalar que incluye
genéticamente las categorías de lo bello y lo verdadero, un tema que nos
volverá a ocupar más adelante, cuando analicemos la situación de la
sociedad tardocapitalista hoy dominante. Aquí nos limitamos a señalar
que toda cultura digna de este nombre es incompatible de raíz con la la
bajeza y la vulgaridad en sus distintas e innumerables acepciones,
presupone a priori su vinculación a la ética y la estética. Es partiendo
de estas enseñanzas que Schiller, en sus admirables cartas sobre la
educación estética de la humanidad, creó el concepto de "alma bella" o
schöne Seele, con el que quería sintetizar a las almas que viven
entregadas a un ideal superior y noble. Pues bien: al margen de las
muchas figuras sublimes que han surgido a lo largo de la historia
universal, creo que la lucha que la clase obrera sostuvo en su época
heroica por un mundo basado en la fraternidad y la justicia fue la
encarnación colectiva del "alma bella" descrita por Federico Schiller,
como iremos viendo en el curso de nuestro proceso de reflexión. Pero
volvamos antes la mirada al mundo opuesto de la burguesía y la "cultura"
o mejor pseudocultura creada por ella".
Heleno Saña
CULTURA OBRERA VERSUS CULTURA BURGUESA
Heleno Saña
¿Qué significa cultura?
El concepto de cultura es un concepto
integral que abarca todos los ámbitos axiológicos de la vida personal y
colectiva de una comunidad, por lo tanto un concepto que rebasa
cualitativa y cuantitativamente el área del saber y del conocimiento en
sentido estricto. Ésta es la razón de que individuos o grupos sociales
sin grandes conocimimientos intelectuales y teóricos puedan ser muy bien
portadores de valores humanos, espirituales y morales superiores a los
de los representantes oficiales del pensamiento y profesionales de la
intelligentsia.
Lo primero que hay que tener en
cuenta al hablar de cultura obrera es que la mayoría de sus
protagonistas han sido personas sin títulos ni diplomas académicos.
Nacidos en hogares modestos y obligados a trabajar desde niños para
contribuir al sostén de su familia, muchos de ellos aprendieron a leer y
a escribir cuando llevaban ya años ejerciendo una profesión, como fue
por ejemplo el caso de Ángel Pestaña o de Joan Peiró. Pero la carencia
de estudios superiores o medios no les impidió tener una visión clara de
lo que debería ser una sociedad justa y racional. Con esto queremos
dejar bien sentado que el valor de una cultura no debe medirse en modo
alguno por el volumen de conocimientos científicos o universitarios que
una persona pueda poseer, sino por su altitud moral. El mejor ejemplo de
esta experiencia siempre repetida nos lo ofrece la Alemania de la
primera mitad del siglo XX. Pueblo admirado y envidiado en todas partes
por su alto nivel filosófico, científico y técnico, demostró, con sus
horribles y nauseabundos crímenes, carecer de la más elemental cultura
humana y moral. Despojada de todo fundamento ético, la cultura puede
convertirse fácilmente en un instrumento al servicio de la incultura,
esto es, de la mentira, el oportunismo y la insolidaridad, una actitud
que por desgracia ha sido muy habitual entre los estratos pensantes y
los hombres de letras, a los que Jean-Paul Sartre calificaba en su libro
"Qu'est-ce que la littérature" de "lacayos de la burguesía".
Pero también su compatriota
Pierre Bourdieu ha dedicado muchas páginas a desenmascarar la vanidad,
las ambiciones bajas y la voluntad de poder que reina en los ámbitos
acádemicos de los que él mismo procedía. Pero ya el gran filósofo alemán
Arturo Schopenhauer denunció, desde su insobornable independencia y
honestidad, una y otra vez en los términos más duros el servilismo de
las grandes lumbreras del profesorado alemán de su tiempo, acusándoles
de vivir de la filosofía en vez de vivir para ella, un reproche que
puede aplicarse hoy a no pocos miembros de las respectivas oligarquías
culturales de cada país.
Pero lo peor son o han sido los
intelectuales que declarándose amigos de la clase obrera han tenido la
impudicia de afirmar públicamente que los obreros son incapaces de
emanciparse por sí mismos y necesitan por ello ser guiados por los
estratos cultos. Citaré como ejemplo paradigmático de esta actitud a
Karl Kautsky, el gran santón del marxismo de finales del siglo XIX y
primeros decenios del XX. "No podemos olvidar –escribía en una de sus
últimas obras- que el proletariado no puede llevar a cabo las grandes
tareas que por su posición social le corresponden sin la ayuda de los
intelectuales". Los pavos reales y escribas que razonan en estos
términos olvidan que las dos personas que más profundamente han influído
en la historia cultural de Occidente durante los dos últimos milenios y
medio eran de humildísima extración y carecían totalmente de cultura
libresca. Me refiero naturalmente a Sócrates y a Jesucristo. Uno era
carpintero y el otro marmolista, y ninguno de los dos nos dejó nada
escrito. Pero su falta de conocimientos intelectuales al uso no impidió
que Sócrates nos legara la cultura del diálogo y del bien y Jesucristo
la cultura de la misericordia y del amor.
Al referirnos al significado del
concepto de cultura no podemos dejar de señalar que incluye
genéticamente las categorías de lo bello y lo verdadero, un tema que nos
volverá a ocupar más adelante, cuando analicemos la situación de la
sociedad tardocapitalista hoy dominante. Aquí nos limitamos a señalar
que toda cultura digna de este nombre es incompatible de raíz con la la
bajeza y la vulgaridad en sus distintas e innumerables acepciones,
presupone a priori su vinculación a la ética y la estética. Es partiendo
de estas enseñanzas que Schiller, en sus admirables cartas sobre la
educación estética de la humanidad, creó el concepto de "alma bella" o
schöne Seele, con el que quería sintetizar a las almas que viven
entregadas a un ideal superior y noble. Pues bien: al margen de las
muchas figuras sublimes que han surgido a lo largo de la historia
universal, creo que la lucha que la clase obrera sostuvo en su época
heroica por un mundo basado en la fraternidad y la justicia fue la
encarnación colectiva del "alma bella" descrita por Federico Schiller,
como iremos viendo en el curso de nuestro proceso de reflexión. Pero
volvamos antes la mirada al mundo opuesto de la burguesía y la "cultura"
o mejor pseudocultura creada por ella.
El ascenso de la burguesía
El ascenso de la burguesía como
clase dominante se produce en parte por vía evolutiva y pacífica, en
parte por medio de las insurrecciones armadas contra la nobleza y las
clases altas que estallan en las postrimerías de la Edad Media. El
pueblo bajo, los estratos medios y la pequeña nobleza se rebelan de
manera creciente contra el poder feudal. Así vemos que a partir del
siglo XIII se producen un gran número de rebeliones antiifeudales, entre
las que figuran las Jacqueries francesas, la rebelión de los
arnoldistas y albigenses, de Fra Dolcino en Italia, del pueblo holandés
en el siglo XIV, de John Bull y Watt Tyler en Inglaterra. Estos
levantamientos armados contra la casta feudal alcanzan su punto
culminante en el siglo XVI con la revolución husita en Bohemia, la
guerra de los campesinos alemanes y la guerra de los Comuneros de
Castilla y de las Germanías en España.
A partir de la Reforma
protestante de Lutero y de Calvino, el enfrentamiento con el feudalismo
se convierte asimismo en una lucha contra la Iglesia de Roma. La
burguesía del centro y el norte de Europa utilizó en efecto el credo
protestante para sublimar religiosamente su lucha contra el feudalismo.
La Reforma –especialmente la de signo calvinista- contribuyó en alto
grado a fomentar el espíritu capitalista, como demostraría Max Weber en
su famoso libro "El capitalismo y la ética protestante": "Es un hecho
que los protestantes han mostrado una inclinación específica hacia el
racionalismo económico que no se ha dado ni se da de modo parecido entre
los católicos", escribiría. El influjo del calvinismo fue especialmente
profundo en Inglaterra y en Holanda, que Marx calificaría como la
"nación capitalista modelo del siglo XVII". A través de la colonización
inglesa, el espíritu capitalista saltó más adelante a la América del
Norte.
Las revoluciones burguesas
El triunfo de la burgesía
adquirirá carta de naturaleza definitiva con la revolución inglesa de
1688, la declaración de la independencia norteamericana de 1776 y la
revolución francesa de 1789.
La burguesía inglesa fue la
primera que hizo valer sus derechos específicos de clase frente a la
realeza y la nobleza, pero a la inversa de Francia y otros países, nunca
pretendió liberarse enteramente de su hegemonía y de su significado
simbólico, lo que hizo escribir a Engels en su obra "Socialismo utópico y
socialismo científico": "La burguesía inglesa está todavía hoy tan
impregnada del sentimiento de su inferioridad social, que financia con
sus propios medios y los del pueblo a una clase decorativa de ociosos
para representar dignamente a la nación en todas las circunstancias
solemnes".
La revolución francesa de 1789
fue muy radical a la hora de destruir las instituciones políticas del
"ancien régime", pero no hizo nada sustancial para superar o amortiguar
las desigualdes económicas y sociales. Y ello reza en primer lugar para
Robespierre, cínico defensor de la propiedad, como declararía
retóricamente el 24 de abril de 1793 ante la Convención: "De lo que se
trata no es de suprimir la opulencia, sino de hacer honorable la
riqueza". Y lo mismo reza para Saint-Just, quien a pesar del grave
problema de la escasez de subistencias, del acaparamiento de cereales y
de la creciente carestía de los artículos de primera necesidad, se
declaró partidario de la libertad de comercio, esto es, del sistema
económico burgués.
Los "sans-culottes" y los
"enragés" fueron el único grupo que exigía una política socialmente
revolucionaria. O como decía Jacques Roux, uno de sus principales
líderes: "¿Qué es la libertad cuando una clase de hombres puede matar de
hambre a la otra? ¿Qué es la igualdad cuando el rico puede por medio de
su monopolio ejercer derecho de vida y muerte sobre sus semejantes?".
Pero Roux, Hébert y otros representantes de la revolución social fueron
ejecutados.
La burguesía tanto inglesa y
norteamericana como francesa no sólo no hizo nada para mejorar las
condiciones de vida y de trabajo de las clases aslariadas, sino que
introdujo un sistema electoral restringido destinado a favorecer los
intereses de las clases altas y medias y eliminar al pueblo de la
dinámica pública. Baste decir que bajo el reinado de Luis Felipe
(llamado el rey burgués), el censo electoral de Francia se reducía a
250.000 personas, y ello en un país con treinta millones de habitantes.
Los padres de la ideología burguesa
El paulatino ascenso de la
burguesía como hegemón europeo fue precedido o acompañado de la
elaboración de una concepción teórica ajustada a los intereses y
objetivos de la nueva clase rectora.
La santificación ideológica del
orden burgués tiene lugar principalmente en Inglaterra y es iniciada por
Hobbes, autor de la obra "El Leviatán", el primer modelo teórico de la
sociedad burguesa en versión autoritaria. El fin del Estado-Leviatán
concebido por Hobbes es el de hacer posible que todos los ciudadanos
gocen en paz de la propiedad privada y el bienestar material. Hobbes
tenía una concepción altamente pesimista de la criatura humana, lo que
explica que definiera al hombre como un lobo para el hombre, homo homini
lupus. Partiendo de este supuesto creía que la misión del orden
político establecido por el Leviatán es el de institucionalizar y
legalizar la "guerra de todos contra todos" que según él tiene lugar en
el estado natural, un principio que la burguesía sublimará como
"competencia".
Frente a la concepcion
hobbesiana, John Locke representa la opción liberal y antiautoritaria de
la ideología burguesa. También contra el pesimismo antropológico de
Hobbes, afirma que en su estado natural los hombres son iguales, libres e
independientes. "Quien intenta esclavizarme se coloca en estado de
guerra contra mí", escribirá en su libro "On civil government". La
finalidad de la sociedad civil es la de asegurar la libertad, la vida y
la propiedad del hombre, como señalará en la misma obra: "El supremo y
principal objetivo que empuja a los hombres a unirse en comunidades
políticas y a someterse a un gobierno, es la conservación de su
propiedad y el goce de ella en paz y seguridad". En estos escuetos
párrafos está sintetizada la raíz materialista del credo burgués y su
radical contraste con las enseñanzas del humanismo griego y la doctrina
cristiana, trátese de la idea del bien y la justicia, del cultivo del
alma, de la amistad, del espíritu comunitario o del amor al prójimo.
En el plano más específicamente
económico, el hombre que dará forma clásica al ideario burgués será Adam
Smith, autor de "La riqueza de las naciones", obra considerada, desde
su aparición en 1759 hasta hoy, como la biblia del liberalismo
económico, un liberalismo que la mayor parte de sus discípulos
convertirán en darwinismo social, como en las últimas décadas ha
ocurrido con el neoliberalismo inventado en mala hora por Milton
Friedman y su "Chicago School of Economics", uno de los engendros
teóricos más siniestros de la segunda mitad del siglo XX. Adam Smith
estaba convencido de que la libertad de comercio y la libre competencia
constituían una especie de "mano invisible" capaz de asegurar por si
sola un funcionamiento óptimo de la sociedad. Al margen de que se
compartan o no sus teorías económicas, hay que decir en su honor que
además de escribir "La riqueza de las naciones" es autor del libro "The
Theory of Moral Sentiments", en el que reivindicaba el espíritu
solidario o lo que él llamaba fellow feeling, término que podríamos
traducir como "compañerismo". Pero ya en su obra "La riqueza de las
naciones" señalaba en términos inequívocos que una sociedad en la que
"la mayor parte de sus miembros viven en estado de pobreza no puede ser
feliz".
El autocentrismo burgués
La ideología burguesa no se
limita a elaborar un sistema político y económico, sino que parte
también de una concepción del hombre y de los valores relacionados con
su autorrealización. El rasgo central del individuo concebido por el
credo burgués es el autocentrismo, esto es, la prioridad absoluta del yo
sobre la comunidad. La motivación máxima del individuo burgués es, en
efecto, la del expansionismo personal a toda costa, también cuando esta
meta sólo puede ser alcanzada por medio del avasallamiento de los demás.
El burgués concibe la sociedad como campo de batalla y promesa de
botín, una actitud que Max Horkheimer definió como "El imperialismo del
yo". Detrás de este autocentrismo insolidario late siempre el fetichismo
del éxito, que es la raíz de todas las deformaciones de carácter
engendradas por el ideario burgués, empezando por el espíritu de lucro y
el culto a Mammon y la indiferencia por el dolor ajeno. El burgués
quiere ser siempre más que los demás, no mejor que ellos, sino más
poderoso y más rico. La elección de estos bienes de quita y pon como
summum bonum son por lo demás el subproducto de la radical incapacidad
del burgués para elevarse a formas de ser, pensar y obrar de signo
humana y moralmente superiores. Simplificando podríamos decir que el
individuo burgués es lo que es porque carece de los atributos necesarios
para poder ser otra cosa. Su misma obsesión por el éxito, el
encumbramiento social y la acumulación de trofeos no es más que una
prueba de la vulgaridad y bajeza de su idiosincrasia. De ahí que en el
fondo no sean más que pobres diablos dignos de lástima.
El egocentrismo que guía los
pasos del individuo burgués explica a su vez su ineptitud para
comprender las necesidades, aspiraciones y derechos de sus semejantes.
Lo único que le importa es su privacy y el cultivo de su jardín privado.
La ideología burguesa carece del concepto de totalidad social, está
basada en el solipsismo y en la atomización individual, en lo que el
filósofo checoeslovaco Karel Kosik llamó en su día el "divisionismo de
los horizontes subjetivos". (Dialéctica de lo concreto). De ahí que la
sociedad burguesa no sea propiamente una sociedad, sino su negación más
absoluta, y ello ya por el solo hecho de que toda la dinámica burguesa
se apoya en el concepto de competencia. Y dado que este concepto es
interpretado comúnmente en sentido apologético, me apresuro a consignar
que quien acepta las reglas de juego de la competencia pasa a elegir
automáticamente la rivalidad y la hostilidad como única forma de
convivencia, un estado de cosas que la gran teólogo Dorotea Sölle
identificaba con el pecado: "Pecado es un clima social en el que el
hombre se ha convertido en enemigo del hombre". Nos hemos convertido en
mónadas encerradass en sí mismas y separadas unas de las otras por un
profundo abismo de incomprensión, indiferencia mutua, acritud e
incomunicación.
El principio de competencia
lleva potencialmente en sus entrañas el momento de la eliminanción del
contrario, aunque esta eliminación no aboque siempre a la eliminación
física, como ocurre en las fases históricas en las que la ferocidad
competitiva adquiere la forma del belicismo abierto. Y no necesito
subrayar que la praxis eliminatoria de la burguesía durante los períodos
de "competencia pacífica" consiste en dejar morir de hambre y de
miseria a los sectores de población que por su carencia de poder
adquisitivo no están en condiciones de contribuir al incremento de la
plusvalía capitalista, como sucede hoy no sólo pero especialmente en las
zonas indigentes del planeta.
Lo peor que se puede decir de la
cosmovisión burguesa es que ha generado un tipo de individuo capaz de
gozar de la vida y sentirse ilimitadamente satisfecho de sí mismo en
medio del inmenso dolor existente en el mundo, esto es, de haber
universalizado un modelo de hedonismo que fomenta sistemáticamente los
instintos bajos de la naturaleza humana y asfixia de raíz los de signo
elevado.
El testimonio literario
Para comprender el carácter
inhumano, cínico y destructivo de la ideología burguesa no es necesario
recurrir a las doctrinas anticapitalistas y revolucionarias elaboradas
por la clase obrera y los intelectuales afines a su causa, sino que
basta con echar una ojeada al testimonio de la literatura surgida a lo
largo del siglo XIX y parte del XX, que es la época en la que la
burguesía establece y consolida su dominio de clase a nivel planetario.
El surgimiento de la novela social de Charles Dickens, Victor Hugo,
Émile Zola, Tostoi, Máximo Gorki y otros autores constitiuye uno de los
fenómenos intelectuales más importantes de la época, pero no menos
significativo es el testimonio de escritores, poetas y artistas
procedentes de la burguesía y la pequeña burguesía que manifiestan su
descontento con el modelo de vida introducido por la clase a la que
ellos mismos pertenecen. El valor de esta literatura a menudo
autobiográfica e intimista radica precisamente en el hecho de que aborda
temas y aspectos del individuo moderno que trascienden la esfera de la
problemática social. Y es aquí donde radica su perenne actualidad. Hasta
cierto punto es lícito decir que va a ser precisamente la
hipersensibilidad de estos hombres de letras la que mejor captará el
doloroso sinsentido de la existencia inhumana y brutal erigida por la
burguesía.
Se trata, con pocas excepciones,
de una literatura crítica y agónica que a través de sus protagonistas
expresa la frustración, la soledad, el hastío, la melancolía y otros
conflictos y estados de ánimo interiores originados por el credo
burgués, que Carlyle sintetizará con razón como "the mechanical age". Lo
que el joven Goethe expresa por boca de su protagonista "Werther",
sintetiza y anticipa a la vez la insatisfacción interior y la protesta
callada de las nuevas generaciones literarias y artísticas: "¡Ah, este
vacío, este terrible vacío que siento en mi pecho!". Es lo que cada uno a
su manera expresarán Lord Byron, Shelley, George Sand, Alfred de
Musset, Rimbaud, Baudelaire, Stephan Mallarmé, Hermann Hesse o el judío
Franz Kafka, el mismo Kafka que escribirá a su prometida Milena: "Mi ser
es miedo", un miedo individual que pocas décadas después se verá
confirmado trágicamente a nivel colectivo en Auschwitz y demás campos de
exterminio nazis. Pero ya el danés Soren Kierkeggard anticipa la época
que se avecina al centrar su obra en los temas de la angustia y la
desesperación. Siguiendo sus pasos, nuestro Unamuno hablará del
"sentimiento trágico de la vida".
Este alud de literatura dirigida
contra el sinsentido y el vacío espiritual de la vida burguesa
encuentra una de sus últimas expresiones en la literatura
existencialista y su afirmación del absurdo como la raíz de la vida
humana, como hará Albert Camus en su relato "El extranjero" y Sartre en
"La náusea" o en su obra filosófica "El ser y la nada", en la que
definirá al hombre como "una pasión inútil". Pero ya el filósofo Martín
Heidegger dará forma definitiva a este pesimismo existencial al afirmar
en 1927 que el hombre no es otra cosa que "ser-para-la-muerte".
La respuesta obrera
La respuesta del obrerismo al
principio de competencia postulado por la burguesía es el espíritu
cooperativo. Mientras el credo burgués subordina la cuestión social a
los intereses del capital, la cultura obrera la considera como la
columna vertebral de su ideario. Y mientras que la burguesía da por
supuesto que la única función que corresponde al asalariado es la de
trabajar para los detentadores del capital y obedecer al poder político a
su servicio, los obreros cobran muy pronto conciencia de que su destino
es precisamente el de poner fin a este estado de cosas y luchar por un
mundo basado en la igualdad social y la dignidad de la persona.
Los obreros no se rebelan sólo
para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo, sino para establecer
un sistema de producción y convivencia en el que no habrá ya sitio para
la explotación del hombre por el hombre. Y para alcanzar esta noble meta
asume conscientemente el riesgo siempre presente de la persecución, la
pérdida del empleo, el exilio, la cárcel o el piquete de ejecución.
A la cultura obrera pertenece,
en lugar preeminente, la cultura del sacrificio por un ideal superior.
También en este aspecto crucial se diferencia del utilitarismo burgués,
que no conoce otra motivación que la de acumular billetes de banco y de
gozar sin remordimientos de conciencia de las ventajas y privilegios
inherentes al poder y la riqueza.
A pesar de que la cultura obrera
emerge históricamente como un proceso de rebeldía, es por antonomasia
una cultura irénica que aspira a la pacificación de la sociedad y del
mundo. También en este aspecto tan trascendental constituye la negación
absoluta de la cosmovisión burguesa, cuya manera de proceder ha estado
basada siempre en la ley del más fuerte, un principio de acción que ha
aplicado y sigue aplicando sistemáticamente para oprimir todo lo que se
oponga a sus intereses. De ahí que la historia de la burguesía sea
inseparable de la represión, el belicismo, el imperialismo y el
colonialismo en sus diversas acepciones.
La cultura irénica del
proletariado es asimismo inseparable de una visión universalista del
hombre y de los pueblos. De ahí que entre sus postulados figurase desde
muy temprano el principio del internacionalismo, esto es, la convicción
de que los grandes problemas de la humanidad no pueden ser enfocados y
resueltos más que desde una perspectiva transnacional o ecuménica. Aquí
también la cultura obrera se distancia del culto burgués al
Estado-nación, en nombre del cual se han cometido y siguien cometiéndose
los más viles crímenes. Y por supuesto, la cultura obrera es totalmente
ajena a la aberración del racismo, un fenómeno que si bien ha existido
en mayor o menor grado en todas las civilizaciones, alcanzará sus
dimensiones más nauseabundas en el seno de la civilización creada por la
burguesía capitalista. El Estado-nación moderno ha engendrado el
terrible virus del etnocentrismo, el nacionalismo y el racismo abierto
surgido sobre todo como teoría sistemática en el curso de la segunda
mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX.
La espiritualidad obrera
Estas notas sobre la cultura
obrera quedarían muy incompletas si dejásemos de consignar que su rasgo
más profundo es el de la espiritualidad. Los obreros luchan ciertamente
por la mejora y la dignificación de sus condiciones de vida y de
trabajo, pero estas reivindicaciones materiales son sólo la expresión
inmediata y prima facie de un ideal salvífico destinado precisamente a
eliminar la economía como la instancia suprema de las relaciones
interhumanas y colectivas. No se rebelan pues sólo contra las
injusticias de la economía burguesa, sino que su norte es el de
erradicar de la faz de la tierra la categoría misma de homo oeconomicus
fabricada por la burguesía y sustituirla por un modelo de sociedad y de
convivencia en el que la propiedad de bienes materiales perderá su razón
de ser.
La espiritualidad obrera se
manifiesta en primer lugar como afán de autoperfecionamiento humano y
moral, que es por lo demás la condición previa para que los hombres
aprendan a convivir sin destruirse unos a los otros. Este afán de
autoperfeccionamiento explica la importancia que el ideario obrero
concede a la pedagogía en sentido estricito y a la educación en sentido
amplio. Esta preocupación por los bienes culturales conducirá desde el
principio a la fundación de un gran número de centros docentes,
publicaciones, ateneos, casas del pueblo y foros populares de la más
diversa índole pero cuyo denominador común es el deseo de aprender y
buscar por cuenta propia los conocimientos teóricos que toda persona
necesita para no andar a ciegas por la vida. Una de los capítulos más
conmovedores del obrerismo ha sido el del ingente esfuerzo realizado
para crearse una cultura propia y responder así a la cultura clasista
creada por la burguesía. Y este es el momento adecuado para señalar que
la única cultura digna de este nombre surgida a lo largo del siglo XIX y
parte del XX fue la que pusieron en pie los obreros y la de los
intelectuales que salieron en su defensa y se identificaron con sus
ideales emancipativos. Y si digo esto es porque fue también la única
cultura que partía de la idea eterna del bien común, mientras que la
cultura burguesa era una pseudocultura al servicio de objetivos tan
innobles, ruines, mezquinos y perniciosos como el espíritu de lucro, la
voluntad de poder, la explotación del débil, la vanidad y el culto al
hedonismo. Cultura es por definición cultura humana y afectiva, y donde
faltan estos atributos no puede hablarse de cultura, por muchos diplomas
y títulos universitarios que se exhiban, títulos que hasta hoy han sido
utilizados no siempre pero en gran parte para perpetuar el reino del
mal erigido por la burguesía.
La herencia del pasado
La cultura gestada por el
obrerismo en su período heroico constituye un fenómeno único en la
historia de la humanidad, pero lejos de ser una creatio ex nihilo se
nutre de los valores eternos creados por los grandes maestros
espirituales e intelectuales del género humano. Por su devoción a la
cultura, el obrerismo moderno entronca directamente con el logos y la
paideía griega, por su vocación redencional y su espíritu de sacrificio,
más bien con el cristianismo primitivo. La herencia helénica la recibe
el obrero sobre todo por mediación del humanisno renacentista y el
racionalismo moderno, su fe en la redención del género humano a través
de la filosofía del progreso elaborada por Condorcet, Voltaire, Turgot y
otros ilustrados, versión secularizada, a su vez, de la escatología y
el mesianismo judeocristianos. El anticlericalismo, el agnosticismo y el
ateismo profesado por una gran parte de la militancia obrera
especialmente a partir de Proudhon, Bakunin y Marx, procede directamente
del materialismo de Bayle, el barón d'Holbach, Helvetius o Diderot. El
internacionalismo obrero se halla ya en esencia preconfigurado en el
estoicismo y su afirmación del cosmopolitismo o ciudadanía cósmica,
aunque esta concepción universalista o ecuménica no cobrará vigencia
histórica hasta el advenimiento del cristianismo.
Es de esta síntesis de diversas
corrientes de pensamiento no siempre convergentes o incluso antagónicas
que se se irá forjando el credo obrero.
El declive de la cultura obrera
No podemos concluir este resumen
apretado de lo que signifcó y fue el obrerismo en el período heroico de
su confrontación con la burguesía sin referirnos a su situación actual,
caracterizada ante todo por el declive de sus valores militantes y
humanos, del hundimiento de sus foros culturales y del aburguesamiento
de su pensamiento y su conducta.
La integración del asalariado
occidental al sistema capitalista, que se vislumbraba ya claramente
antes de la I Guerra Mundial, pasó a convertirse en un hecho consumado
tras la II Guerra Mundial y constituye desde entonces uno de los
fenómenos centrales y más tristes de la historia contemporánea. En todo
caso, la clase trabajadora ha dejado de ser desde hace tiempo la
negación de la sociedad burguesa. En primer término, los obreros
manuales que constituían la mayoría de la población activa y la
vanguardia del proletariado militante, han sido sustituídos en gran
parte por estratos de empleados y técnicos con una mentalidad más
individualista y pequeño-burguesa y, por tanto, más inclinados a pactar
con el capitalismo que a enfrentarse a él. Pero este proceso de
aburguesamiento, lejos de limitarse a los nuevos sectores laborales y
profesionales, ha penetrado también en las filas del proletariado
clásico, que en lo esencial comparte el fetichismo consumista del
asalariado administrativo.
La integración de la clase
trabajadora al sistema burgués explica también que tras la II Guerra
Mundial, el capitalismo haya podido desarrollarse sin apenas trabas,
tanto en el plano extensivo como intensivo. La preocupación del
asalariado medio no es hoy la de cambiar el orden imperante, sino la de
adaptarse a él en las mejores condiciones posibles. Èsta es también la
línea de conducta de lo que queda de sindicalismo, que ya a nivel de
afiliación pierde cada vez más la fuerza cuantitativa y representativa
que tuvo en épocas menos conformistas. La militancia de antaño que vivía
entregada en cuerpo y alma a la causa del proletariado ha sido
sustituída por dirigentes y cuadros sindicales más interesados en
conservar sus cómodos y bien remunerados puestos que en hacer frente a
las canalladas constantes de los representantes del capital, del Estado y
de los partidos políticos en el poder, cuyas consignas siguen a menudo
devotamente. Todo esto explica que el sindicalismo que se ha impuesto en
los países industrializados en el curso de las últimas décadas haya
renunciado a la lucha de clases y elegido la opción de la partnership
interclasista, o dicho en castellano, la colaboración de clases.
De lo que no cabe duda es de que
la vieja lucha entre proletariado y burguesía ha sido ganada por esta
última. Y al decir esto no me refiero sólo a la derrota económico-social
sufrida por el asalariado, sino también y especialmente a su derrota
cultural. Me permito, en este contexto, reproducir aquí lo que hace
ahora cerca de cuarenta años escribí en mi libro "Cultura proletaria y
cultura burguesa", a saber: "El triunfo de una clase sobre otra no se
manifiesta únicamente por el predominio económico ejercido por ella
sobre los demás grupos sociales, sino, sobre todo, por la capacidad que
esa clase demuestra en imponer su propio estilo de vida y sus propios
valores al resto de la población". Si lo que acabo de citar era ya
entonces un hecho consumado, lo es hoy todavía más.
El obrero ha perdido el sentido
de la trascendencia que latía en el pecho de sus compañeros de antaño,
se ha dejado encapsular en la inmanencia a ras del suelo impuesta por la
ideología burguesa, en la que no hay lugar para la proyección
redencional y la visión de un futuro basado en la hermandad de todos los
seres humanos. Si ha dejado de mirar a lo lejos y a lo alto y no se
rebela contra la injusticia reinante es porque vive en estado de
autoalienación y ha asumido mimética y acríticamente la identidad
postiza que el tardocapitalisimo le ha inoculado.
De cara al futuro
La derrota histórica de la clase
obrera y de la cultura creada por ella ha dado paso a un vacío
oposicional que hasta el momento ninguna fuerza social o política ha
logrado o querido llenar. Especialmente las clases medias no sólo se han
revelado como incapaces de contrarrestar eficazamente el irracionalismo
capitalista, sino que en su inmensa mayoría han sido sus más devotos
lacayos, ya por el solo hecho de que es la clase que tiene en sus manos
la gestión técnica del gran capital, la que dirige las empresas, la
banca, el mundo bursátil, la política, los lobbies introducidos en todas
las esferas del poder, los organismos internacionales, los tribunales
de justicia, los bufetes de abogado, las fuerzas armadas, la industria
de la cultura, la enseñanza y los medios de comunicación de masas. Con
no muchas excepciones, son ellas las que aseguran el funcionamiento del
Moloch capitalista y las que toman las medidas necesarias para que todas
las instituciones y organizaciones de la res publica conserven el
carácter clasista que generalmente han tenido.
No menos descorazonador que este
estado de cosas es la desmoralización y el pesimismo que se han
apoderado del ciudadano medio, también de las personas que no se han
dejado hipnotizar por el discurso capitalista y siguen añorando un mundo
más justo y más humano. Pero es precisamente esto lo primero que hay
que combatir: la resignación, la idea de que todo está ya perdido y que
no queda otra opción que la de cruzarse de brazos y ver como el mundo
sigue rodando hacia el abismo. Por mi parte pienso que el primer acto de
resistencia contra los administradores del poder es el de no sucumbir
al desaliento, que es por lo demás lo que ellos desean para seguir en el
candelero y eternizar su dominio.
Dicho esto añadiré que toda
persona dispuesta a luchar por el bien común debe resistir la tentación
de medir su compromiso personal por el éxito real o potencial que pueda
tener. Dije antes y repito aquí que el culto al éxito es un producto
burgués, incluso el rasgo burgués por excelencia. Lo que el joven Sartre
escribió en "La náusea" es más actual que nunca: "Sólo los cerdos creen
ganar". Hay que servir a la verdad y al bien sin especular de antemano
sobre la posible repercusión cuantitativa de nuestros actos. Obrar de
otra manera significa elegir el criterio burgués del utilitarismo o de
lo que Ernst Bloch llamó "la ideología del cálculo". Es exactamente
cuando todo el mundo abandona el ágora pública y cierra los ojos ante la
injusticia que hay que demostrar la autenticidad de los valores que uno
lleva dentro. Luchar cuando el viento sopla a favor no constituye
ninguna proeza; lo verdaderamente heroico es hacerlo cuando alrededor
nuestro no vemos en general más que egolatría, deshumanización,
embrutecimiento moral e indiferencia hacia el dolor ajeno. Quien no haya
comprendido que la lucha por los débiles, desamparados y oprimidos
incluye la experiencia amarga de la soledad y el sufrimiento interior,
no comprenderá nunca la raíz más íntima de esta opción.
Practiquemos pues el bien sin
esperar a que los demás hagan lo mismo. No olvidemos tampoco que antes
de convertirse en movimientos colectivos o de masas, muchos o casi todas
las grandes epopeyas salvíficas de la historia universal nacieron en el
pecho de individuos aislados o de pequeños grupos, y no necesito ante
un auditorio como el vuestro señalar en quien o quienes estoy pensando
al decir esto.
Por lo demás, no estamos nunca
totalmente solos, y para cobrar conciencia de ello basta con pensar en
las innumerables personas de ambos sexos y de las más diferentes edades y
creencias que en todos los confines del mundo consagran su vida a hacer
el bien y a servir al prójimo sin saber unas de las otras.
Una gesta insustituible
Quien se proponga dar a su vida
el sentido excelso que estamos sugiriendo aquí y busque fuentes de
inspiración y orientación para su propósito, las hallará en alto grado
en la cultura social, laboral, interhumana y moral creada y practicada
en su día por la militancia obrera. En efecto: la misma cultura que es
hoy ignorada por los sectores mayoritarios del propio asalariado,
contiene enseñanzas, experiencias y valores insustituibles para la
configuración de un mundo menos sórdido, cínico, banal, inhumano y
destructivo del que prevalece en la sociedad actual. Lo primero que en
este contexto hay que tener en cuenta es que la cultura obrera fue el
ejemplo más sublime y completo de cultura societaria surgida en los dos
últimos siglos. Este ciclo histórico dio también a la humanidad un
notable número de personalides excepcionales dignas de ser rememoradas y
veneradas, pero la única cultura que adquirió dimensiones colectivas
fue la que pusieron en pie los militantes del movimiento obrero en su
fase de plenitud.
Tras el eclipse de esta
grandiosa gesta cosmohistórica no ha surgido nada que ni de lejos pueda
ser comparado a ella. El movimiento estudiantil del 68 pretendió hasta
cierto punto seguir los pasos del obrerismo revolucionario, pero a pesar
de la espectacularidad de su discurso y de su praxis, no logró echar
raíces profundas en la sociedad, y menos en el seno de las clases
trabajadoras. No olvidaré nunca lo que un grupo de emigrantes españoles
que trabajaban en las Factorías Opel de Rüsselsheim le dijeron en
presencia mía a Daniel Cohn-Bendit cuando el héroe de las barricadas de
París intentaba, a principios del 70, ganar a los obreros extranjeros
para sus planes de agitación y subversión: "No tienes idea de lo que es
el mundo del trabajo". No pocos de los líderes estudiantiles que habían
capitaneado la rebelión contra la Universidad y el Estado capitalista se
dedicaron más tarde a hacer carrera dentro de las mismas instituciones y
estructuras de poder que habían querido derrocar, como hicieron el
propio Cohn-Bendit o su amigo Joschka Fischer, que llegó a ministro de
Asuntos Exteriores y escribe ahora artículos para periódicos burgueses
como "El País". Y no hablemos ya de los activistas antiautoritarios que
finalmente optaron por recurrir a la aberración del terrorismo, como
ocurrió con el grupo Baader-Meinhof.
De aquella insurrección
frustrada surgiría más tarde el ecologismo, un movimiento o corriente de
pensamiento que aun admitiendo su loable propósito de salvar a la madre
naturaleza de las tropelías cometidas contra ella por la ciencia y la
técnica al servicio del gran capital, no se ha propuesto nunca ni de
lejos una transformación a fondo de las estructuras económicas y
sociales imperantes en la sociedad tardocapitalista. Por lo que respecta
al feminismo militante hoy en boga, se trata de una deformación
absoluta de lo que debería ser la reivindicación y la defensa de los
derechos y la identidad genuina de la mujer, y para convencerse de ello
basta con dirigir por un momento la mirada al elenco de ministras que el
señor Rodríguez Zapatero ha reunido en torno suyo, empezando por la que
detenta la cartera de Defensa, cargo que ya por su sola función está en
contradicción abierta con los atributos del alma femenina y materna.
Frente al grado de bajeza a que
ha llegado la casta dominante, quiero subrayar una vez más con todo
énfasis el fecundo papel que la vieja cultura que nos ha legado el
movimiento obrero puede jugar en el proceso de autoliberación de la
humanidad. Las mujeres y los hombres que en su día pusieron en pie esta
cultura han muerto desde hace mucho tiempo, pero los valores que
encarnaban conservan toda la vigencia que tuvieron desde el principio.
De ahí que evocar su ejemplo no constituya un anacronismo, sino un
intento de recuperar y reactualizar su mensaje eterno para el mundo de
hoy y del mañana. El verdadero anacronismo consiste en creer que la
única opción que nos queda para el futuro es la de seguir guiándonos,
como hasta ahora, por los contravalores y subvalores impuestos por el
sistema capitalista-burgués.
Heleno Saña
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