EL TIEMPO EN QUE VIVIMOS
O LA HEGEMONÍA DE LO INHUMANO
Desilusión
No hay ninguna idea que en el transcurso de los últimos siglos haya despertado tantas ilusiones y esperanzas como la idea del progreso. Pero dicho esto hay que añadir en seguida que tampoco ha habido otra que haya sido tan rotundamente desmentida por el desarrollo de la facticidad histórica. Todos los pronósticos, profecías y proyectos que partían de una visión positiva de la historia universal se han revelado, en mayor o menor grado, como falsos. Eso explica que la conciencia insatisfecha se haya convertido desde hace tiempo en un estado de ánimo cada vez más generallizado.
De las expectativas y quimeras surgidas tras la derrota del facismo italogermano, no queda apenas nada. Creo, por ello, que es perfectamente lícito definir el ciclo temporal que va de la terminación de la Segunda Guerra Mundial a hoy, como la época de las ilusiones perdidas. Ya en una fecha tan temprana como la década del cincuenta, Samuel Beckett supo detectar, en su obra teatral "Esperando a Godot", la psicosis de desencanto que iba apoderándose de la gente. El fulgor aparente de la pax americana, del boom económico, del pleno empleo, del "bienestar para todos"(Ludwig Erhard), del Estado-beneficiencia y de la "sociedad abierta"(Popper), no duró mucho. El capitalismo regulado que habían postulado J.K. Keynes y J.M. Galbraith fue sustituído, en el curso de los años setenta y ochenta, por el capitalismo desregulado concebido por la Chicago School of Economics bajo la dirección de Milton Friedman. La receta del nuevo modelo económico no podía ser ni más simple ni más brutal: capitalismo salvaje, competencia feroz en todos los frentes, desmontaje social, privatización de los servicios públicos y sometimiento absoluto de la res publica a la férula del gran capital. El bello sueño de la "sociedad de la abundancia" dio paso a la sociedad de la penuria que hoy está viviendo todo el orbe, nuestro desdichado país como uno de los ejemplos más representativos de este proceso involutivo.
Tampoco el fin de la guerra fría entre el bloque soviético y los países occidentales condujo a una mejora sustancial de las condiciones de vida del planeta, aunque para la población que había estado sometida al terror del totalitarismo comunista, este acontecimiento cosmohistórico significó un gran alivio. Pero pasada la euforia de los primeros momentos, tuvieron pronto ocasión de conocer la verdadera faz de la sociedad liberal-capitalista.
En términos generales, la realidad del mundo no puede ser más descorazonadora. Vivimos una hora histórica en la que la persona cuenta cada vez menos como valor intrínseco. Lo común no es el individuo reconciliado consigo mismo, sino el individuo desgarrado por dentro, un estado de cosas que es el reflejo exacto de la irracionalidad extrínseca. La tierra ha dejado de ser un hogar para el hombre para convertirse en desazón y desasosiego permanentes. Su destino y su diario vivir son cada vez más vulnerables, menos seguros y más expuestos a las crisis y giros adversos. Ello explica que disminuya la fe en un futuro mejor y aumenten los augurios pesimistas. El "principio esperanza" proclamado en su día por Ernst Bloch, ha cedido el paso a la deseperanza y la resignación, aunque no falten los charlatanes y demagogos de turno que siguen anunciando el advenimiento de un esplendoroso devenir.
El radical y dramático deterioro de las condiciones de vida introducidas e impuestas por el capitalismo global, no impide naturalmente que el hombre siga viviendo, ocupándose de sus asuntos y buscando un poco de felicidad, pero en el fondo de su conciencia apenas nadie se siente seguro de sí mismo y de lo que pueda venir. Este trasfondo de inseguridad explica, entre otras cosas, por qué aumentan cada vez más rápidamente los transtornos psíquicos y los suicidios, y no sólo en Grecia, donde en los dos útlimos años han puesto fin a su vida cerca de dos mil personas.

Un nuevo ciclo nihilista
El mundo en que vivimos es, en gran parte, un producto de las peores tradiciones del género humano, pertenece a lo que Erich Voegelin calificó, hace unas décadas, de "patología del espíritu moderno" (1). El viejo paradigma griego de lo bueno, lo bello y lo verdadero ha sido sustituído por lo malo, lo feo y lo falso. Nos encontramos de lleno en un nuevo ciclo nihista de la historia universal. Todo lo que no sea voluntad de poder, falta de escrúpulos morales, dureza de corazón o nihilismo, es estampillado despectivamente como una actitud extemporánea y anacrónica. Una vez más rige el lema del "todo está permitido" de Iván Karamasov. El filósofo Robert Pitch no exageraba al hablar del "eclipse de los corazones" (2) y de los "mecanismos letales de la sociedad industrial"(3). Quienes, en momentos de aflicción o de penuria material buscan en el prójimo el calor, la comprensión o la solidaridad que necesitan para no morirse interiormente de pena, no encontrarán, por lo común, más que indiferencia o incluso hostilidad, como si fueran portadores de una enfermedad contagiosa. Para el hombre de la sociedad de consumo no existe ningún refugio humano seguro; de ahí la sensación de vivir en pleno destierro o exilio.
Estar hoy up to date y a la altura de las circunstancias significa en primer lugar atenerse exclusivamente a la ley de la fuerza y no tener otra meta que la de practicar lo que Max Horkheimer llamaba "el imperialismo del yo". No es, por ello, un estadio histórico propicio para las almas nobles y sensibles. El homo homini lupus anunciado por Hobbes hace tres siglos, vuelve a ser la forma de relación interhumana más frecuente. Todo el que se niega a sumarse al struggle for life cada vez encarnizado, es considerado, por el discurso dominante, como un ser débil e inepto. Pero esto es precisamente lo que el sistema no desea: personas que no están dispuestas a renunciar a su patrimonio espiritual a cambio del consabido plato de lentejas que los mandamases de turno ofrecen a sus lacayos.

Los estratos dirigentes
El discurso del poder establecido se compone esencialmente de autojustificación y autobombo. De ahí que todo lo que pueda contradecir esta imagen autoapologética sea negado, relativizado u ocultado. Se trata del tipo de comportamiento que Adorno definió en los siguientes términos: "Al mecanismo del poder pertenece prohibir el reconocimiento del daño que él mismo produce" (4). Para seguir manteniendo la alta opinión que tienen de sí mismos, los administradores del poder recurren continuamente a la instrumentalización de la verdad y a la mentira abierta. Lo que ellos califican pomposamente de democracia, libertad, Estado de derecho, sociedad civil, pluralismo y progreso, tiene muy poco que ver con el sentido original de estos conceptos y con la cruda realidad. Lo que de verdad predomima es violencia estructural, cosificación y deshumanización en todos los aspectos esenciales.
La escasa o nula inclinación de los estratos dirigentes a la autocrítica y al examen de conciencia honesto, es la razón de que nada cambie sustancialamente y de que el mundo espere en vano un nuevo comienzo. El signo de los tiempos no es la voluntad mutacional en sentido fecundo, sino la reproducción de lo que ya tenemos. Lo único que preocupa a los poderosos y privilegiados de la tierra son los balances y resultados favorables al business as usual, aunque ello vaya en detrimento de una parte mayoritaria de la población mundial. Los numerosos think tanks, centros de investigación y organismos supranacionales existentes en el planeta trabajan fundamentalmente para el bien de los grandes consorcios industriales y financieros del Imperio Norte, no para cubrir las necesidades de la humanidad.
La nuestra es, sin duda, una civilización altamente dinámica, y en este sentido tiene razón Peter Sloterdijk al definirla como una "religión mundial kinétika" (5), pero cuando uno analiza el contenido humano, moral, social y cultural de esta kinesis, descubre fácilmente que se compone sobre todo de inercia y regresión. Y ello es inevitable, ya que se trata de una kinesis detrás de la cual no hay otra cosa que la estática de los invariables y eternos intereses de los detentadores del poder.
El dolor del mundo
El hecho fundamental de la época que estamos viviendo no es otro que el dolor de las innumerables personas que la índole inhumana del sistema de valores vigente ha condenado a una existencia indigna y humillante. Los damnés de la terre en cuyo nombre Frantz Fanon alzó un día hoy lejano su voz lúcida y apasionada contra los amos del planeta, lejos de haber dejado de existir, siguen formando parte de la geografía mundial.
Esta tragedia se produce en un estadio histórico dotado de todos los medios técnicos necesarios para poner definitivamente fin al pauperismo y la miseria existentes en el mundo. No es por falta de recursos productivos que miles de millones de seres humanos tengan que pasar hambre y vivir en condiciones infrahumanas; la única causa de este escándalo es la falta de escrúpulos del gran capital y de las naciones económicamente hegemónicas. Los productos y artículos que en primer lugar se fabrican son los que contribuyen al enriquecimiento de los accionistas y los ejecutivos de los grandes consorcios industriales y financieros, y no los bienes que podrían eliminar la miseria crónica de las masas famélicas del Tercer Mundo y de los apuros subsistenciales de los sectores de población disprivilegiados del Primer Mundo. La máquina infernal del capitalismo desregulado y neoliberal no conoce otra ley que la de vender y llenarse las faltriqueras.
La pleamar de lo anti-humano
Somos desde hace tiempo testigos directos de una de las más impúdicas fases de la historia universal. Con plena razón, Paul Celan pudo escribir a su amigo René Char tras la muerte de Albert Camus, que nuestro tiempo era "el tiempo de lo anti-humano", le temps de l'anti-humain (6). Pero no menos certero era el veredicto que el propio Camus había emitido en sus "Carnets": "Toda vida orientada hacia el dinero es una muerte" (7).
El concepto de muerte tiene que ser entendido aquí en sentido doble: la muerte física de los infortunados que perecen por falta de pan y de trabajo y la muerte moral de los culpables de este genocidio a escala planetaria. Individuos que con la mayor sangre fría y sin el menor remordimiento utilizan dí tras día su poder y su influencia decisoria para oprimir, explotar y humillar a otros, son individuos que no merecen otro calificativo que el de desalmados, término que utilizo aquí en el sentido que Platón adjudicaba al alma como sede de la virtud y la elevación moral.

Resignación
En líneas generales, quien más quien menos se ha acostumbrado a considerar como inevitable el estado de cosas reinante, sin hablar ya de los sectores nada escasos de población que creen, como el charlatán Francis Fukujama o antes Leibniz, que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Aunque no faltan en modo alguno las personas que por cuenta propia o unidas a otras ofrecen resistencia al statu quo, no pasan de ser una minoría reducida y con muy pocas posibilidades de hacer llegar su voz a la inmensa masa amorfa y embrutecida que asiste cruzada de brazos a la realidad imperante y no piensa más que en divertirse y pasarlo bien a toda costa. L' hommre révolté al que Albert Camus rindió homenaje en la década del cincuenta, es un bello recuerdo del pasado, por lo menos en los países de alto capitalismo. La actitud habitual del homo consumens de las sociedades saturadas de Occidente tiende más al conformismo que a la confrontación, lo que confirma una vez más el sobrio veredicto de Pierre Bourdieu: "Los dominados son siempre más resignados de lo que cree la mística popular" (7). El promedio de personas se ha acostumbrado a interiorizar el descontento que llevan dentro, en vez de proyectar este incómodo estado de ánimo hacia fuera en forma de militancia político-social, como ocurrió en el período heroico de la lucha de clases y como ha ocurrido últimamente en los países norteafricanos, una gesta cosmohitórica de la que a rebelión de los "indignados" en España, Estados Unidos y otros países es un pálido reflejo.
La cultura comunitaria
El espíritu de los tiempos asfixia los mismos valores y atributos que serían necesarios para contrarrestar eficazmente la profunda crisis que en todos los aspectos esenciales atraviesa la humanidad. Y lo primero que brilla por su ausencia es la cultura comunitaria que por razones obvias el poder establecido combate como su enemigo más peligroso. Vivimos en una sociedad de masas, pero el individuo se ha convertido en un mónada solitaria y sin vínculos profundos con sus semejantes. Carecemos de la cultura de la solidaridad y ayuda mutua que fructificó en épocas menos domesticadas y embrutecidas que la nuestra. La categoría óntico-social de lo común y universal, rechazada ya por el nominalismo medieval como un flatus vocis, ha alcanzado su apogeo en la sociedad tardocapitalista de nuestros días, uno de cuyos signos centrales es el de erradicar de la conciencia del hombre todo lo que se oponga al culto ególatra al yo.
Lejos de conformarse con el dominio del mundo material, el sistema quiere someter también a su dictado la esfera pedagógica, intelectual y cultural. Ha sido con este objeto que ha incubado ideologías y teorías anropológicas y sociológicas abiertamente anti-emancipativas como el utilitarismo, el pragmatismo o el behaviorismo. La hegemonía casi absoluta que estos modelos de pensamiento ejercen desde hace tiempo sobre el hombre, es la razón de que el mundo que habitamos se haya convertido en un desierto axiológico en el que la única ley que impera es la ley de lo inhumano en sus múltiples acepciones.
Si queremos evitar que el mundo siga rodando hacia el abismo, no disponemos de otra opción coherente que la de intentar rescatar del olvido y recuperar para la humanidad de hoy y de mañana, la cultura comunitaria a la que nos estamos refiriendo, de la cual su vertiente libertaria forma parte irrenunciable.
Heleno Saña
O LA HEGEMONÍA DE LO INHUMANO
Desilusión
No hay ninguna idea que en el transcurso de los últimos siglos haya despertado tantas ilusiones y esperanzas como la idea del progreso. Pero dicho esto hay que añadir en seguida que tampoco ha habido otra que haya sido tan rotundamente desmentida por el desarrollo de la facticidad histórica. Todos los pronósticos, profecías y proyectos que partían de una visión positiva de la historia universal se han revelado, en mayor o menor grado, como falsos. Eso explica que la conciencia insatisfecha se haya convertido desde hace tiempo en un estado de ánimo cada vez más generallizado.
De las expectativas y quimeras surgidas tras la derrota del facismo italogermano, no queda apenas nada. Creo, por ello, que es perfectamente lícito definir el ciclo temporal que va de la terminación de la Segunda Guerra Mundial a hoy, como la época de las ilusiones perdidas. Ya en una fecha tan temprana como la década del cincuenta, Samuel Beckett supo detectar, en su obra teatral "Esperando a Godot", la psicosis de desencanto que iba apoderándose de la gente. El fulgor aparente de la pax americana, del boom económico, del pleno empleo, del "bienestar para todos"(Ludwig Erhard), del Estado-beneficiencia y de la "sociedad abierta"(Popper), no duró mucho. El capitalismo regulado que habían postulado J.K. Keynes y J.M. Galbraith fue sustituído, en el curso de los años setenta y ochenta, por el capitalismo desregulado concebido por la Chicago School of Economics bajo la dirección de Milton Friedman. La receta del nuevo modelo económico no podía ser ni más simple ni más brutal: capitalismo salvaje, competencia feroz en todos los frentes, desmontaje social, privatización de los servicios públicos y sometimiento absoluto de la res publica a la férula del gran capital. El bello sueño de la "sociedad de la abundancia" dio paso a la sociedad de la penuria que hoy está viviendo todo el orbe, nuestro desdichado país como uno de los ejemplos más representativos de este proceso involutivo.
Tampoco el fin de la guerra fría entre el bloque soviético y los países occidentales condujo a una mejora sustancial de las condiciones de vida del planeta, aunque para la población que había estado sometida al terror del totalitarismo comunista, este acontecimiento cosmohistórico significó un gran alivio. Pero pasada la euforia de los primeros momentos, tuvieron pronto ocasión de conocer la verdadera faz de la sociedad liberal-capitalista.
En términos generales, la realidad del mundo no puede ser más descorazonadora. Vivimos una hora histórica en la que la persona cuenta cada vez menos como valor intrínseco. Lo común no es el individuo reconciliado consigo mismo, sino el individuo desgarrado por dentro, un estado de cosas que es el reflejo exacto de la irracionalidad extrínseca. La tierra ha dejado de ser un hogar para el hombre para convertirse en desazón y desasosiego permanentes. Su destino y su diario vivir son cada vez más vulnerables, menos seguros y más expuestos a las crisis y giros adversos. Ello explica que disminuya la fe en un futuro mejor y aumenten los augurios pesimistas. El "principio esperanza" proclamado en su día por Ernst Bloch, ha cedido el paso a la deseperanza y la resignación, aunque no falten los charlatanes y demagogos de turno que siguen anunciando el advenimiento de un esplendoroso devenir.
El radical y dramático deterioro de las condiciones de vida introducidas e impuestas por el capitalismo global, no impide naturalmente que el hombre siga viviendo, ocupándose de sus asuntos y buscando un poco de felicidad, pero en el fondo de su conciencia apenas nadie se siente seguro de sí mismo y de lo que pueda venir. Este trasfondo de inseguridad explica, entre otras cosas, por qué aumentan cada vez más rápidamente los transtornos psíquicos y los suicidios, y no sólo en Grecia, donde en los dos útlimos años han puesto fin a su vida cerca de dos mil personas.

Un nuevo ciclo nihilista
El mundo en que vivimos es, en gran parte, un producto de las peores tradiciones del género humano, pertenece a lo que Erich Voegelin calificó, hace unas décadas, de "patología del espíritu moderno" (1). El viejo paradigma griego de lo bueno, lo bello y lo verdadero ha sido sustituído por lo malo, lo feo y lo falso. Nos encontramos de lleno en un nuevo ciclo nihista de la historia universal. Todo lo que no sea voluntad de poder, falta de escrúpulos morales, dureza de corazón o nihilismo, es estampillado despectivamente como una actitud extemporánea y anacrónica. Una vez más rige el lema del "todo está permitido" de Iván Karamasov. El filósofo Robert Pitch no exageraba al hablar del "eclipse de los corazones" (2) y de los "mecanismos letales de la sociedad industrial"(3). Quienes, en momentos de aflicción o de penuria material buscan en el prójimo el calor, la comprensión o la solidaridad que necesitan para no morirse interiormente de pena, no encontrarán, por lo común, más que indiferencia o incluso hostilidad, como si fueran portadores de una enfermedad contagiosa. Para el hombre de la sociedad de consumo no existe ningún refugio humano seguro; de ahí la sensación de vivir en pleno destierro o exilio.
Estar hoy up to date y a la altura de las circunstancias significa en primer lugar atenerse exclusivamente a la ley de la fuerza y no tener otra meta que la de practicar lo que Max Horkheimer llamaba "el imperialismo del yo". No es, por ello, un estadio histórico propicio para las almas nobles y sensibles. El homo homini lupus anunciado por Hobbes hace tres siglos, vuelve a ser la forma de relación interhumana más frecuente. Todo el que se niega a sumarse al struggle for life cada vez encarnizado, es considerado, por el discurso dominante, como un ser débil e inepto. Pero esto es precisamente lo que el sistema no desea: personas que no están dispuestas a renunciar a su patrimonio espiritual a cambio del consabido plato de lentejas que los mandamases de turno ofrecen a sus lacayos.

Los estratos dirigentes
El discurso del poder establecido se compone esencialmente de autojustificación y autobombo. De ahí que todo lo que pueda contradecir esta imagen autoapologética sea negado, relativizado u ocultado. Se trata del tipo de comportamiento que Adorno definió en los siguientes términos: "Al mecanismo del poder pertenece prohibir el reconocimiento del daño que él mismo produce" (4). Para seguir manteniendo la alta opinión que tienen de sí mismos, los administradores del poder recurren continuamente a la instrumentalización de la verdad y a la mentira abierta. Lo que ellos califican pomposamente de democracia, libertad, Estado de derecho, sociedad civil, pluralismo y progreso, tiene muy poco que ver con el sentido original de estos conceptos y con la cruda realidad. Lo que de verdad predomima es violencia estructural, cosificación y deshumanización en todos los aspectos esenciales.
La escasa o nula inclinación de los estratos dirigentes a la autocrítica y al examen de conciencia honesto, es la razón de que nada cambie sustancialamente y de que el mundo espere en vano un nuevo comienzo. El signo de los tiempos no es la voluntad mutacional en sentido fecundo, sino la reproducción de lo que ya tenemos. Lo único que preocupa a los poderosos y privilegiados de la tierra son los balances y resultados favorables al business as usual, aunque ello vaya en detrimento de una parte mayoritaria de la población mundial. Los numerosos think tanks, centros de investigación y organismos supranacionales existentes en el planeta trabajan fundamentalmente para el bien de los grandes consorcios industriales y financieros del Imperio Norte, no para cubrir las necesidades de la humanidad.
La nuestra es, sin duda, una civilización altamente dinámica, y en este sentido tiene razón Peter Sloterdijk al definirla como una "religión mundial kinétika" (5), pero cuando uno analiza el contenido humano, moral, social y cultural de esta kinesis, descubre fácilmente que se compone sobre todo de inercia y regresión. Y ello es inevitable, ya que se trata de una kinesis detrás de la cual no hay otra cosa que la estática de los invariables y eternos intereses de los detentadores del poder.

El hecho fundamental de la época que estamos viviendo no es otro que el dolor de las innumerables personas que la índole inhumana del sistema de valores vigente ha condenado a una existencia indigna y humillante. Los damnés de la terre en cuyo nombre Frantz Fanon alzó un día hoy lejano su voz lúcida y apasionada contra los amos del planeta, lejos de haber dejado de existir, siguen formando parte de la geografía mundial.
Esta tragedia se produce en un estadio histórico dotado de todos los medios técnicos necesarios para poner definitivamente fin al pauperismo y la miseria existentes en el mundo. No es por falta de recursos productivos que miles de millones de seres humanos tengan que pasar hambre y vivir en condiciones infrahumanas; la única causa de este escándalo es la falta de escrúpulos del gran capital y de las naciones económicamente hegemónicas. Los productos y artículos que en primer lugar se fabrican son los que contribuyen al enriquecimiento de los accionistas y los ejecutivos de los grandes consorcios industriales y financieros, y no los bienes que podrían eliminar la miseria crónica de las masas famélicas del Tercer Mundo y de los apuros subsistenciales de los sectores de población disprivilegiados del Primer Mundo. La máquina infernal del capitalismo desregulado y neoliberal no conoce otra ley que la de vender y llenarse las faltriqueras.
La pleamar de lo anti-humano
Somos desde hace tiempo testigos directos de una de las más impúdicas fases de la historia universal. Con plena razón, Paul Celan pudo escribir a su amigo René Char tras la muerte de Albert Camus, que nuestro tiempo era "el tiempo de lo anti-humano", le temps de l'anti-humain (6). Pero no menos certero era el veredicto que el propio Camus había emitido en sus "Carnets": "Toda vida orientada hacia el dinero es una muerte" (7).
El concepto de muerte tiene que ser entendido aquí en sentido doble: la muerte física de los infortunados que perecen por falta de pan y de trabajo y la muerte moral de los culpables de este genocidio a escala planetaria. Individuos que con la mayor sangre fría y sin el menor remordimiento utilizan dí tras día su poder y su influencia decisoria para oprimir, explotar y humillar a otros, son individuos que no merecen otro calificativo que el de desalmados, término que utilizo aquí en el sentido que Platón adjudicaba al alma como sede de la virtud y la elevación moral.

Resignación
En líneas generales, quien más quien menos se ha acostumbrado a considerar como inevitable el estado de cosas reinante, sin hablar ya de los sectores nada escasos de población que creen, como el charlatán Francis Fukujama o antes Leibniz, que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Aunque no faltan en modo alguno las personas que por cuenta propia o unidas a otras ofrecen resistencia al statu quo, no pasan de ser una minoría reducida y con muy pocas posibilidades de hacer llegar su voz a la inmensa masa amorfa y embrutecida que asiste cruzada de brazos a la realidad imperante y no piensa más que en divertirse y pasarlo bien a toda costa. L' hommre révolté al que Albert Camus rindió homenaje en la década del cincuenta, es un bello recuerdo del pasado, por lo menos en los países de alto capitalismo. La actitud habitual del homo consumens de las sociedades saturadas de Occidente tiende más al conformismo que a la confrontación, lo que confirma una vez más el sobrio veredicto de Pierre Bourdieu: "Los dominados son siempre más resignados de lo que cree la mística popular" (7). El promedio de personas se ha acostumbrado a interiorizar el descontento que llevan dentro, en vez de proyectar este incómodo estado de ánimo hacia fuera en forma de militancia político-social, como ocurrió en el período heroico de la lucha de clases y como ha ocurrido últimamente en los países norteafricanos, una gesta cosmohitórica de la que a rebelión de los "indignados" en España, Estados Unidos y otros países es un pálido reflejo.
La cultura comunitaria
El espíritu de los tiempos asfixia los mismos valores y atributos que serían necesarios para contrarrestar eficazmente la profunda crisis que en todos los aspectos esenciales atraviesa la humanidad. Y lo primero que brilla por su ausencia es la cultura comunitaria que por razones obvias el poder establecido combate como su enemigo más peligroso. Vivimos en una sociedad de masas, pero el individuo se ha convertido en un mónada solitaria y sin vínculos profundos con sus semejantes. Carecemos de la cultura de la solidaridad y ayuda mutua que fructificó en épocas menos domesticadas y embrutecidas que la nuestra. La categoría óntico-social de lo común y universal, rechazada ya por el nominalismo medieval como un flatus vocis, ha alcanzado su apogeo en la sociedad tardocapitalista de nuestros días, uno de cuyos signos centrales es el de erradicar de la conciencia del hombre todo lo que se oponga al culto ególatra al yo.
Lejos de conformarse con el dominio del mundo material, el sistema quiere someter también a su dictado la esfera pedagógica, intelectual y cultural. Ha sido con este objeto que ha incubado ideologías y teorías anropológicas y sociológicas abiertamente anti-emancipativas como el utilitarismo, el pragmatismo o el behaviorismo. La hegemonía casi absoluta que estos modelos de pensamiento ejercen desde hace tiempo sobre el hombre, es la razón de que el mundo que habitamos se haya convertido en un desierto axiológico en el que la única ley que impera es la ley de lo inhumano en sus múltiples acepciones.
Si queremos evitar que el mundo siga rodando hacia el abismo, no disponemos de otra opción coherente que la de intentar rescatar del olvido y recuperar para la humanidad de hoy y de mañana, la cultura comunitaria a la que nos estamos refiriendo, de la cual su vertiente libertaria forma parte irrenunciable.
Heleno Saña
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