25 de septiembre de 2013

“1688 La primera revolución moderna” Steve Pincus – 2013




Este historiador británico ya había estudiado los grandes cambios que tuvieron lugar en Inglaterra en el siglo XVII en “England´s Glorious Revolution”, pero la obra arriba citada, un voluminoso trabajo de 1214 páginas, aporta una notable cantidad de análisis nuevos acerca de numerosas cuestiones parciales. Sobre todo, incluye un gran caudal de datos e informaciones que permiten comprender no sólo lo que fue la revolución liberal en Inglaterra sino lo que es toda revolución liberal, la estadounidense, la francesa (llamada “revolución francesa”, de 1789) y la española, centrada en la Constitución de 1812, entre otras.
        
        
Pincus, con un gran acopio de referencias y testimonios de la época, coincide con lo que ya he expuesto en varios de mis libros sobre la mutación liberal inglesa del siglo XVII y acerca de éstas revoluciones en general. Tales formulaciones siguen siendo negadas por la gran mayoría de los historiadores, rehenes de una concepción de la historia equivocada por parcial, interesada y politicista, que al ser aplicada a la transformación de las sociedades actuales alcanza resultados catastróficos. Así pues, el libro aquí comentado debe ser tenido por una notable confirmación de una concepción más verdadera de la historia, apta por ello para servir de fundamento al proyecto de revolucionarización total de las sociedades europeas.
        
Para las y los lectores de mis libros y artículos[1] este trabajo aporta poco de nuevo, aunque confirma, demuestra y amplía lo que en ellos se formula. Eso no significa que Pincus acierte en todo, ni mucho menos, pues los numerosos y graves errores de la obra son obvios. Pero al lado de la historiografía habitual, académica, es un avance muy notable.
        
Yendo al grano de los contenidos podemos decir que muestra al Estado inglés como agente motor y principal beneficiario de la revolución liberal inglesa. Con ello refuta una noción simplona, específicamente burguesa, de la lucha de clases como mera pugna económica, dejando en la sombra la contradicción principal de todas las sociedades en lo político y económico, la que se articula entre dominantes y dominados, entre Estado y clases populares. Ese economicismo tiene sus fundamentos teoréticos en el fulero libro de Adam Smith “La riqueza de las naciones”, 1776, dirigido a ocultar la verdadera naturaleza de la sociedad liberal como formación hiper-estatizada en permanente expansión que, por ello mismo, niega la libertad al pueblo.
        
Pincus prueba, con una masa muy vasta de datos y testimonios de analistas y panfletistas, de políticos, jefes militares, agentes económicos y altos funcionarios de la época, la decisiva función del ente estatal en el cambio revolucionario de la tenida por primera revolución liberal europea[2]. Comienza refutando los tópicos más desacertados, que fue una guerra religiosa, o que se trató de un conflicto dinástico, que opuso a los partidarios de los príncipes de Orange, Guillermo y María, con los parciales de Jacobo II.
        
Desde 1640, e incluso desde antes, Inglaterra se adentra en un tiempo de luchas políticas abiertas. Su meollo es la voluntad del aparato estatal de expandirse, a costa del pueblo y a costa también de quienes vivían del modelo precedente de orden estatal. Esto ocasiona resistencias tenaces, que en varias ocasiones llevan a una guerra civil abierta. Ese ir a más del artefacto estatal se da en dos fases, una “absolutista”, en que su crecimiento es sobre todo cuantitativo, y otra liberal, a partir de 1869, en la que el ente estatal muta a liberal, esto es, se desarrolla en lo cualitativo sin descuidar lo cuantitativo. Ese es exactamente el contenido del conflicto de 1688-89, que se hizo breve guerra civil.
        
Señala Pincus que la política internacional fue el factor número uno en el desencadenamiento del cambio liberal, esto es, mega-estatal. Inglaterra necesitaba un aparato de Estado poderoso para lidiar por la hegemonía mundial con su principal rival en la segunda mitad del siglo XVII, la Francia “absolutista” de Luis XIV. Anteriormente había conseguido buenos resultados contra España y Holanda pero el nuevo desafío era formidable y las elites de poder británicas lo afrontan desencadenando una revolución interior, esto es, reorganizando el poder estatal y con ello la totalidad de las relaciones sociales.
        
Necesitaban un ejército poderoso y, sobre todo, una flota de guerra colosal, o dicho con una frase del libro, “los revolucionarios de 1688-1689... abrazaban la cultura urbana, la manufacturación y el imperialismo económico”, siendo el medio de obtenerlo el “crear un Estado moderno”. Para lograrlo había que desenvolver cualitativamente el sistema fiscal y el aparato funcionarial, y había que conseguir una centralización máxima del sistema estatal, poniendo fin al “feudalismo”, o sea, al modelo precedente, relativamente descentralizado, de orden estatal, en el que los señores territoriales poseían un significado todavía notable, aunque siempre como agentes y oficiales de la corona[3].
        
Después de los errores, malevolencias y simples majaderías que son habituales en estos asuntos es salutífero leer a Pincus, un autor alejado de todo compromiso político explícito, en el análisis de los cambios que tienen lugar en el poder militar, ejército y armada, en el sistema tributario, en el aparato funcionarial civil, en la legislación, en las instituciones económicas, en los podres judicial y carcelario y en la vida privada de las personas. Afectó también, como es lógico, a la legislación económica, a las formas de propiedad y al modo de producción. Todo para hacer de Inglaterra la potencia dominante en Europa, por tanto en el mundo[4].
Ironiza el autor sobre los teoréticos que identifican “liberal” con “anti-estatal” enfatizando que nadie, ninguna fuerza política de la época, era contraria a desarrollar al máximo el poder del Estado, y que todas eran intervencionistas. Prueba que el conflicto de 1688, que se resuelve al siguiente año, fue una pugna entre dos corrientes partidarias de un Estado máximo, la una como Estado “absolutista” y la otra en tanto que Estado liberal, parlamentarista y constitucional (el Bill de derechos” de febrero de 1689 debe ser tenido por una expresión elemental de Constitución). Dado que todo ente estatal liberal es mucho más fuerte que el “absolutista”, por su propia naturaleza, el meollo del conflicto entre los seguidores de Jacobo II y de los Orange se comprende bien. En él vencen los estatólatras más consecuentes y eficientes.
        
La cuestión del ejército y la flota de guerra se convirtieron en lo decisivo del cambio liberal inglés. Lograr “rehacer radicalmente el Estado”, en la forma de Estado liberal, era el objetivo número uno de los revolucionarios, para alcanzar a movilizar todas las fuerzas económicas y humanas del país conforme a las órdenes de un poder único y centralizado establecido en Londres. Sólo así se podrían librar guerras victoriosas con las potencias rivales. Y sólo así se podría desarrollar el comercio, las manufacturas y el capital inglés, siempre que las victorias militares, especialmente las navales, permitiesen la “libre” circulación de las mercancías británicas por todo el orbe.
        
La tolerancia religiosa, tan preconizada por Locke e impuesta por la Ley de Tolerancia de 1689, dimanó no del amor hacia un ideal abstracto de libertad de conciencia, sino para cerrar filas en la recién creada nación inglesa, poniendo fin a las luchas intestinas a fin de dirigir todas las fuerzas contra el enemigo externo. Lejos de ser una medida hecha con criterios de benevolencia ética y política no tenía otra meta que expandir el militarismo y el imperialismo inglés. La conclusión es que todos, fueran de la religión que fueran, iban a pagar tributos al Estado y aportar hombres al aparato militar. Su lealtad emocional se habría de encaminar en el futuro hacía la “la nación” y no a una fe religiosa.
        
Por tanto, lejos de ser la burguesía la que realiza la revolución liberal, según mantiene el tópico historiográfico, son las elites estatales quienes la hacen: los mandos del ejército, la oficialidad de la armada, los altos funcionarios, los jefes de la policía, los abogados, libelistas y publicistas, todos los que eran conscientes de que o se creaba un poder institucional máximo o su país sería derrotada por Francia. Aunque Pincus califica a Inglaterra en el siglo XVII de “sociedad comercial” eso no es exacto, pues probablemente el porcentaje que aportaba el comercio al PIB era reducido. Es la revolución liberal la que da un gran impulso al crecimiento económico y con él al comercio, en lo esencial para permitir un gasto estatal superlativo. Hay que esperar más de un siglo a que con el desarrollo de la revolución industrial inglesa se generalice la existencia de la burguesía. Ésta, no se olvide, es tal cuando es propietaria de los principales medios de producción, cuando es burguesía industrial sobre todo, y no sólo o principalmente comercial, que era la sobre todo existente en tiempos de la “Revolución Gloriosa”.
        
Una vez más se observa que es el Estado quien, en lo medular, crea y desarrolla a la burguesía. Ésta posee por sí misma una cierta capacidad de crecimiento autónomo pero sin la asistencia del Estado en todos los órdenes, desde el legislativo al monetario sin olvidar el ideológico y el estructural, no puede desarrollarse más allá de un límite. De esto se concluye que quienes desean servirse del Estado para restringir, contener o liquidar el capitalismo se sitúan fuera de la realidad, al no comprender ni la historia ni el presente.
Los Estados existen como instituciones de poder en permanente lucha competitiva entre ellos, que adopta muchas formas, desde la comercial hasta la militar, pero que en definitiva alcanza cada cierto tiempo el nivel de guerra abierta. Conscientes de esto, los Estados procuran maximizar todo lo que pueden el poder militar, y eso exige crear sociedades militarizadas, no en el sentido pueril en que lo entienden muchos pacifistas, sino en el real, con biopolítica, planes de reclutamiento, impuestos al servicio del aparato bélico, patriarcado, centralización del mando, aparatos de adoctrinamiento, etc. Es lo que pretendían, y lo que lograron, todas las revoluciones liberales. Pero la libertad verdadera es todo lo contrario, ya que su fundamento es constituir una sociedad en que sólo haya pueblo y no ente estatal, vale decir, en que no exista una minoría mandante y una gran mayoría mandada, por tanto, sin libertad.
        
El caso inglés ilustra la noción hegeliana de que el Estado es la libertad, por tanto, el Estado máximo es la libertad máxima, sofisma patético y noción atroz por totalitaria. Las elites del poder que se constituyen en Estado máximo hegemónico, como lo fue el de Inglaterra desde mediados del siglo XVIII hasta la II Guerra Mundial, alcanzan una plétora de libertad a escala planetaria, al poder imponer a los otros Estados sus intereses fundamentales. Para las clases populares (y para los pueblos conquistados) un Estado máximo en desarrollo, como el liberal y constitucional, es aquél que más y mejor les priva de libertad, y más y mejor les destruye como seres humanos.
        
La creación del Banco de Inglaterra en 1694, por decisión del parlamento, tenía fines militares y en general estatizadores más que económicos. Puesto que las guerras con las potencias rivales y la expansión del imperio por medio de la armada necesitan de ingentes sumas de numerario en los momentos decisivos, dicho banco estaba en condiciones de proporcionárselo al Estado inglés. Esto le otorgó una ventaja decisiva sobre los demás Estados europeos. Tal impugna las interpretaciones productivistas y economicistas de la historia. El libro comentado ofrece al respecto testimonios fundamentales de la época, en las páginas 684 y siguientes: su lectura es ineludible. Por supuesto, el Banco de Inglaterra fue usado por el ente estatal también para desarrollar la economía y fomentar el ascenso de la burguesía. En efecto, una burguesía boyante hace que los ingresos fiscales del aparato estatal se eleven en flecha…
        
La conclusión última de todo esto es que la concepción económica de la historia, tal como fue formulada por el marxismo y admitida por el resto de los obrerismos decimonónicos, es inexacta. Marx, que tenía conocimientos muy pobres, tópicos y elementales de la historia real, se redujo a copiar sin citar la versión preconizada por Adam Smith y sus continuadores sobre la supuesta autonomía y centralidad de la economía. Pero la obra de Smith no es saber cierto sino propaganda política destinada a ocultar lo más decisivo, que en la sociedad liberal no hay libertad civil, por tanto libertad económica, dado que el Estado dirige, en última instancia, la vida productiva y la vida toda. Dicho aún más claro: si el Estado manda en lo importante el liberalismo es una dictadura, una tiranía del Estado.
        
Marx, con su arbitrario y letal economicismo, tomado de los ideólogos liberales de la economía política, malinterpretó y falseó la mayoría de los aspectos más decisivos del devenir histórico, por tanto del presente. Al “olvidar” al Estado, al ocultar que es el principal agente económico de las sociedades contemporáneas, por encima de la burguesía, propuso un proyecto de cambio social que vigorizando la función del artefacto estatal refuerza al capitalismo. De ahí que cuando declara desear terminar con éste lo que en realidad está haciendo es robustecerle más y más, como se ha observado y observa en las desventuradas experiencias de la Unión Soviética, China, Cuba, Vietnam, Corea del Norte, Venezuela, etc.
        
Marx se opone al capitalismo existente en beneficio de un mega-capitalismo futuro, y eso explica exactamente los “logros” de las revoluciones marxistas, que son todas ellas, revoluciones capitalistas, burguesas, dirigidas a desarrollar las fuerzas productivas, esto es, a fomentar una nueva clase capitalista sobre las ruinas de la antigua, mucho más poderosa, agresiva, represiva y tiránica que la del pasado.
        
El proyecto marxista, en esencia, es socialdemócrata, anti-revolucionario, laudatorio del capital en su peor expresión, al afirmar de manera tan vehemente el Estado. Somete al proletariado a sobre-dominación y sobre-opresión (como se manifiesta hoy en China), devasta la condición humana y sirve a la gloria final del capitalismo entendida como su triunfo total y universal.
        
La revolución era idea ajena a Marx, que sólo la admitió a regañadientes y sin convicción, obligado por el prestigio inmenso de la Comuna de París, en lo que fue una operación oportunista para no ponerse en evidencia. Lo suyo era la estatolatría. Su propuesta es evolucionista, desarrollista, torpemente determinista, simplona, deshumanizada, esto es, socialdemócrata. Más que capitalista resulta ser mega-capitalista. Y tal se pone de manifiesto en su interpretación de la historia. Para poner fin al capitalismo hay que construir una nueva explicación, un nuevo paradigma, un renovado proyecto holístico. En eso estamos. Y eso exige comprender la historia como fue, con exactitud y rigor, dando de lado toda interpretación subjetivista, ideologizada, politiquera o economicista, sea “favorable” o desfavorable.
        
      Fuente:   http://esfuerzoyservicio.blogspot.com.es/2013/09/1688-la-primera-revolucion-moderna.html

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